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Arthur Koestler. un protagonista ineludible del siglo XX

Maximiliano Gregorio-Cernadas

Entre aquellos genios considerados los faros culturales que guiaron a Occidente durante el tormentoso siglo XX y contribuyeron a dar forma a las ideas de nuestro tiempo –Sartre, Camus, Orwell y Koestler-, acaso este último sea el más controvertido y menos recordado, lo cual amerita evocarlo a 120 años de su nacimiento.

Arthur Koestler (1905-1983) fue una personalidad de contrastes extremos.

Nacido en Hungría, ciudadano austro-húngaro, nacionalizado británico aunque notorio cosmopolita y hombre de mundo; hablaba y escribió en varios idiomas; ubicuo residente en numerosos países –Hungría, Austria, Palestina, Alemania, Francia, España, Reino Unido, EEUU- visitó muchos más en África, Asia y Oceanía; judío no practicante, abrazó el sionismo y más tarde renegó de ello; ferviente comunista trocó en un feroz anticomunista, tironeado entre la KGB y la CIA; pionero de la divulgación científica pero también difusor de experiencias místicas y paranormales; novelista, periodista, ensayista, historiador, filósofo social, activista político y, en consecuencia, publicista, polímata e inclasificable hombre del Renacimiento; paradójico intelectual en acción; cronista implacable de la realidad aunque también de las alucinaciones que provocan los estupefacientes; y, al cabo, alguien que vivió con apasionada intensidad pero que terminó suicidándose.

Testigo de los grandes sucesos del siglo XX desde la Primera Guerra Mundial hasta la Guerra Fría, su vida fue una película de aventuras. Nació en el conservador imperio austro-húngaro, adhirió a la revolución comunista húngara y a su caída huyó para estudiar ingeniería en Viena; emigró a Palestina como joven sionista donde fue echado de fábricas y kibutz, pasó hambre y escribió para medios alemanes; se hizo conocido entrevistando a conspicuas personalidades internacionales como periodista en París y Berlín; realizó un vuelo polar en el Graf Zeppelin cuyas transmisiones inalámbricas en vivo y posteriores conferencias por toda Europa causaron sensación y hasta condujo el prestigioso Berliner Zeitung.

En los ’30 se deslumbró con la URSS, adscribió al marxismo-leninismo y se afilió al Partido Comunista Alemán; trabajó formalmente para el Komintern, encargado de la propaganda comunista en Occidente; se infiltró varias veces en la España de la Guerra Civil reuniendo pruebas de los todavía ignorados vínculos franquistas con el fascismo y el nazismo, siendo detenido, juzgado, casi ejecutado y rescatado por el Foreign Office como corresponsal de un medio británico; para ganarse la vida en Francia colaboró con una enciclopedia sexual y renunció al comunismo.

Al desatarse la Segunda Guerra Mundial se incorporó a la Legión Extranjera que abandonó en África, regresó a Francia donde fue detenido en un campo de concentración del cual fue liberado por una célebre espía del MI6; durante la invasión nazi escribió en París su más célebre novela Dark at Noon (original en alemán Sonnenfinsternis, “Eclipse de sol”, conocida aquí como El cero y el infinito) cuyo manuscrito casi pierde su esposa en un hundimiento que motivó un frustrado suicidio, y que terminó siendo publicado en Londres en 1940; su esposa británica consiguió llevarlo al Reino Unido donde fue encarcelado mientras se revisaba su caso y luego colaboró con el Ministerio de Información como guionista de transmisiones y films propagandísticos; escribió ensayos sobre las atrocidades nazis; viajó a Palestina donde abogó clandestinamente y en vano por dos Estados, y más tarde visitó Israel y países árabes, siendo acusado de propagandista palestino; juró lealtad y fue distinguido por la corona británica.

A comienzos de los ’50 inició una furibunda campaña internacional anticomunista financiada sin saberlo por la CIA, que lo llevó a EEUU donde adquirió una pequeña isla cerca de Pensilvania; donó derechos de sus obras para apoyar la causa de la libertad intelectual; gracias a figuras conservadoras norteamericanas (McCarthy, Nixon) consiguió la residencia en ese país; adquirió una mansión en Londres; fue activista contra la pena de muerte; apoyó activamente el levantamiento húngaro del ’56; viajó por la India, Japón, Canadá y Australia; a comienzos de los ’60 exploró con alucinógenos por lo que se enfrentó a Huxley; alentó el trabajo artístico de los presidiarios; escribió mucho sobre ciencias y aspiró en vano a la aceptación de los científicos; incursionó en la parapsicología, abogó por la eutanasia y, diagnosticado con leucemia, se suicidó junto a su esposa.

Mantuvo resonados y hasta violentos lazos sentimentales con amigos y mujeres, tres complejos matrimonios, una resistencia principista a tener hijos, y una vida teatral, en la que representó el personaje de un “genio, canalla y lunático”, como lo definió un funcionario inglés.

El balance de su obra es fascinante. Fue un cronista excepcional de su tiempo que no dejó ismo de entonces sin abordar, un hombre de status colosal en los ’50, un adalid de la democracia contra la amenaza soviética durante la Guerra Fría, demostrando un enorme coraje para denunciar a aquella URSS mimada por la intelectualidad mundial, a lo que dedicó varias novelas y ensayos que junto al 1984 de Orwell constituyeron las obras cumbres contra los horrores soviéticos, una hazaña política que en los ’60 y ’70 desvió hacia la popularización mundial de la ciencia, al mismo tiempo que se convirtió en un explorador de drogas psicodélicas y paraciencias. En la escala de la gran historia, anticipó y fue un precursor de la globalización, de la interpenetración entre Occidente y Oriente, del agotamiento de la modernidad y de una suerte de “odisea postmoderna”.

Acaso su naturaleza húngara, periférica y excéntrica, haya sido la causa de la originalidad de su obra. Probablemente, su extrema curiosidad, perspicacia y sensibilidad lo hayan elevado a la peligrosa altura de observación del mundo que alcanzó, convirtiéndolo en un pararrayos de los males de su tiempo. Seguramente, los prejuicios, miserias, hipocresías, desafíos y ansiedades provocadas por la Guerra Fría y la inminencia del holocausto nuclear hayan extremado sus fuerzas de vivir, como una víctima propiciatoria, como un Cristo en la cruz expiando los pecados del hombre moderno.

Con el correr del tiempo, la figura de Koestler, desde aquel intrépido e ingenioso joven nómade icónicamente húngaro, se agigantará como un testigo enigmático pero ineludible para todo aquel que aspire a comprender el agitado decurso del siglo XX.

publicado en La Nación, 15/11/2025

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