“¿Quién, si yo gritase, me oiría desde los coros celestiales?”
Rainer Maria Rilke, poeta austríaco
“Los desacuerdos deben negociarse con análisis y argumentos, no con victimizaciones o reproches de intolerancia.”
Steven Pinker, psicólogo y lingüista, profesor de Harvard, en “The New York Times”
Rainer Maria Rilke publicó en 1926, tres años antes de su muerte, “Elegías del Duino”. Es una serie de diez poemas que deben su nombre a un castillo cercano a Trieste, propiedad de una de las amigas del poeta. Sumido en su tortuosa existencia, había transitado la oscura Primera Guerra Mundial escribiendo los versos de ese libro. Nacido en 1875 en Praga, cuando esa ciudad formaba parte del Imperio Austrohúngaro, vivió desde niño sumido en largos períodos de tristeza. Sumergido en las profundidades de la condición humana en tiempos trágicos para Europa tuvo, sin embargo, una vida ajetreada y llena de experiencias vitales. Viajó, amó, sufrió y escribió una obra que lo sobrevivió. Entre muchas otras actividades, fue secretario del escultor August Rodin y amante de Lou Andreas-Salomé, una mujer casada y mayor que él. Luego del romance de juventud, ella fue su protectora y amiga. Discípula de Sigmund Freud, rechazó los avances amorosos de Friedrich Nietzsche y se ocupó del atribulado Rainer como espectadora privilegiada de un creador excepcional. La existencia de Rilke fue un recorrido agitado por lugares y personas centrales de la vida cultural europea. Dejó a la lengua alemana una de las obras más sobresalientes de la historia de la poesía. Su experiencia poética, marcada por sus largas depresiones y sus momentos de gran creatividad, se sumergen en los huecos más misteriosos y secretos de la vida humana. Preocupado por los caminos incomprensibles de la existencia y obsesionado con la muerte, en la octava elegía escribió:
Y nosotros, espectadores, dondequiera
y en todo tiempo vueltos hacia todo
pero sin mirar la lejanía.
Las cosas nos abruman. Las ordenamos
y caen. Otra vez las ordenamos
y entonces también
nos despeñamos.
¿Quién nos ha hecho girar así, de modo
que hagamos lo que hagamos, siempre
quedamos en actitud de partir?
Como aquel que desde la última colina
contempla el valle por entero,
y una vez más se vuelve, se detiene,
se demora,
así vivimos: en despedida.
Ese poeta que vivía la existencia como el espectador de una realidad inmediata que lo abrumaba escribió una sentencia inquietante: “Cuando escribo, yo no miro la punta de la pluma, sino el capricho, en el aire, de la otra punta de la lapicera”. Esa imagen luminosa invita a transitar la existencia dosificando la obsesión por lo evidente y tratando de ver más allá, aunque resulte doloroso el aquí ante la ansiedad de sentidos ocultos o, al menos, poco visibles. El poeta propone que prestando atención a los giros insospechados de toda circunstancia presente y abrumadora es imperioso intentar ver más allá de lo aparente. Si para algo sirve la poesía es para alumbrar la existencia del lector con restos de los efectos de esas palabras combinadas: inquietud, sosiego o consuelo.
Hoy hay un intenso debate planetario acerca de los desmadrados avances de muchos gobiernos sobre instituciones liberales consagradas por una larga tradición cultural. Los mecanismos usados son nuevos y en general desconocidos. Difundidos por internet y con ayuda de Inteligencia Artificial permiten incluso crear una ilusión perfecta de que sucedió algo que no sucedió, que alguien dijo o hizo lo que no dijo ni hizo. No hay claridad de cómo contrarrestarlos y esas mentiras están en condiciones de producir (o no) daños sin control. Los intentos de enfrentarlos son en general con herramientas viejas, que desconocen la novedad, y no parecen tener mayor éxito. Es así como los medios y los periodistas, los políticos, las instituciones culturales y de investigación, las universidades, los estudiosos de distintas disciplinas son blanco de gobernantes que denuncian y desatan ataques desconocidos contra los que consideran responsables de todo lo que anda mal. ¿Hay posibilidad entonces de ver ese bucle de sentido al que alienta Rilke en la otra punta de la pluma?
El furioso ataque de la administración Trump contra la Universidad de Harvard es paradigmático y puede servir como modelo porque lo que piden estas acciones bélicas es un modo de administrarlas y encausarlas. ¿Cuáles son los modos de enfrentar la tormenta y no dejarse llevar por ella? Una pista muy interesante la da el autor de “En defensa de la Ilustración”, el canadiense Steven Pinker, en un artículo publicado en “The New York Times” y reproducido ayer en “La Nación”.
Luego de un extenso y pormenorizado análisis, donde incluso cita sus propias críticas públicas a los caminos tomados por Harvard, algunos usados por el trumpismo para su fulminante ataque, Pinker concluye: “Los desacuerdos deben negociarse con análisis y argumentos, no con victimizaciones o reproches de intolerancia.” El propio artículo es un gran ejemplo de esa propuesta. Luego de asumir los graves problemas que tiene Harvard y que él mismo ha denunciado por escrito en más de una oportunidad, además de integrar grupos que han tomado acciones concretas contra esas desviaciones (las cancelaciones woke, los embanderamientos hostiles de los claustros y los estudiantes en causas geopolíticas, etcétera), Pinker desmenuza con datos y testimonios los argumentos tomados por Trump y advierte sobre un problema de proporcionalidad. Ejemplo, a los evidentes brotes de antisemitismo en los campus de la universidad por el conflicto en Gaza, que el actual presidente ha tomado como argumento para su ataque a Harvard (“un bastión de odio antijudío desenfrenado” con el objetivo de “destruir a los judíos como primer paso para destruir la civilización occidental” ha dicho Trump), Pinker (que es judío, pero obsérvese cómo se debe leer con atención para advertirlo porque lo deja implícito pero no lo dice) argumenta: “Por si sirve de algo, en mis dos décadas en Harvard no he experimentado antisemitismo, ni tampoco otros profesores judíos prominentes. Mi propia incomodidad, en cambio, queda plasmada en un ensayo publicado en el Crimson y escrito por Jacob Miller, estudiante de último año de Harvard, quien calificó la afirmación de que uno de cada cuatro estudiantes judíos se siente ‘físicamente inseguro’ en el campus como ‘una estadística absurda que me cuesta tomar en serio, siendo alguien que todos los días usa kipá públicamente y con orgullo en el campus’”. No conforme con eso luego explica por qué paradójicamente la reacción trumpista perjudicará a los judíos de Harvard. Lo más significativo es que a renglón seguido, para evitar justamente la victimización sobre la que ha advertido, no duda en escribir: “Si el gobierno federal no obliga a Harvard a reformarse, ¿quién lo hará? Existe la legítima preocupación de que las universidades tienen mecanismos débiles de retroalimentación y autosuperación. Una empresa con números en rojo puede despedir a su CEO, y un equipo perdedor puede reemplazar a su entrenador, pero la mayoría de los campos de estudio académicos no tienen indicadores objetivos de éxito y, en cambio, dependen de la revisión por pares, lo que puede llevar a que los profesores se otorguen prestigio entre sí a través de camarillas autoafirmativas. Peor aún, muchas universidades han castigado a profesores y estudiantes que critican sus políticas, la receta perfecta para una disfunción permanente. El año pasado, un decano de Harvard justificó esa represión hasta que nuestro Consejo de libertad académica la rechazó con firmeza y su jefe rápidamente lo desautorizó.”
En síntesis, la victimización y las denuncias de intolerancia solas, sin un buen autodiagnóstico del atacado y una estrategia de cambio y defensa del ataque tampoco parecer servir de mucho. Sólo es una resistencia vacía, quizás destinada a fracasar, que carece de una estrategia de mejoramiento de lo que con justicia se ataca por estar mal. Y esa carencia trae otra más peligrosa y perniciosa. Frente al clima cultural que favorece al atacante, alimentado por falencias reales que sólo desoyen los atacados, salvo esa victimización no cuentan con estrategias de contraataque defensivo. Quedan inermes en la denuncia, sintiendo que es suficiente. Y, lo que es peor, sospechan o condenan a quienes no se suman a su actitud, satisfechos de su estrategia sin resultados.
Hoy la Argentina vive un dilema pariente de esta problemática estadounidense. El gobierno de Milei lleva adelante un plan económico y de desregulación que algunos llegan a llamar de cambio de régimen. Está en marcha con resultados a la vista: la baja de la inflación y con ella de la pobreza. Pero lleva poco tiempo y se sabe que estos procesos son de largo aliento, aún cuando necesiten ser reconfirmados en sus logros de corto plazo. La caída de la inflación es acompañada por signos de recuperación de la economía que los partidarios del gobierno festejan como logros ya consolidados y los detractores ponen en duda. Es imposible negar que es la primera vez en años donde un discurrir económico genera las expectativas de cambio actuales, luego de un largo ciclo de decadencia que lleva más de quince años y quizás muchos más. ¿Éxito garantizado? No. ¿Fracaso seguro? No, y en eso se basa la expectativa de capas crecientes de población que resisten inclemencias inéditas en función de una mejoría futura, que ya tiene alivios innegables luego del infierno. Esa esperanza es el telón de fondo de una gestión que acumula rarezas que unos ven como un plan cerebralmente elaborado y ejecutado y otros como una sucesión de torpezas e improvisaciones. ¿Quién tiene razón? Ayer el editor de Clarín, Ricardo Roa, sintetizaba: “A Milei nadie lo entiende del todo ni sabe cómo tratarlo”. Esa es la clave, ¿cuál es la estrategia para tratarlo? Hay una nueva grieta, como la que describió Jorge Lanata en tiempos del kirchnerismo. El tema es que si aquella era una zanja en el medio de dos zonas de creencias, la actual ha sido generada por un terremoto anárquico que ha resquebrajado el piso en varias direcciones, generando islotes. Están quienes ven todo bien, la economía y la llamada batalla cultural (con sus innumerables manifestaciones), quienes ven todo mal, quienes sólo prestan atención a la economía y el resto no les interesa y, finalmente, con distintos y casi infinitos matices, quienes se esperanzan con la economía por la novedad del intento de salir del ciclo de decadencia, pero tienen diversos grados de rechazo a los desbordes y pifias presidenciales. Esos grados de rechazo les determinan el nivel de tolerancia a esos desmadres. Son innumerables desbordes que van desde justificar como travesuras graciosas la circulación de videos trucados con IA para incidir en una elección, al grito de “no jodan, ñoños republicanos”, hasta ataques innecesarios y generalizados a la prensa como si el atacante no fuera el presidente sino un particular ofendido, algo que se repite con economistas que no comulgan al cien por ciento en todo. Esa es la foto.
Esta inédita situación requiere, atendiendo a lo planteado por Pinker, que quienes están en contra encuentren los modos efectivos de enfrentar y doblegar lo que los irrita. La respuesta más fácil para darse por vencidos es que si la economía va mejorando eso sirve como escudo para cualquier cosa. ¿Es así o se debe preparar el futuro para no dejar que avance y se consolide lo retrógrado? En profesor de Harvard argumenta que los reproches de intolerancia y la victimización no llevan a ninguna parte frente a este nuevo modo de construir poder aniquilando al que no se somete. Porque en ese grupo de no sometidos, como muestra Pinker, están las personas e instituciones que funcionan mal, pero también muchas que funcionan muy bien y merecen consideración, tal como marca el mejor liberalismo.
publicado en Mendoza Post, 25/5/2025
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