“La intención de poner algunos resultados de la historiografía al servicio de otras actividades humanas no es ilegítima mientras ese servicio sea respetuoso del quehacer historiográfico, es decir, sin condicionamientos de sus procedimientos y resultados por intereses provenientes de aquellas otras actividades. Porque, justamente, la única manera de que la historia sea de utilidad a la política es ofrecer frutos que no hayan sido condicionados y deformados por intereses políticos con resultados que padecerán tanto la historia como la política”.
Juan Carlos Chiaramonte, “Usos políticos de la historia. Lenguaje de clases y revisionismo histórico” (2013)
El viernes murió Juan José Sebreli. Fue pensador esencial de la Argentina. Se convirtió posiblemente en el ensayista más leído, detestado, comentado y admirado de los últimos treinta años. La aparición de cada uno de sus libros fue un acontecimiento editorial y social. En cada página desplegaba las ideas más revulsivas. Lo hizo en un contexto muchas veces complaciente, que a raíz de esa acidez lo tuvo entre ojos. Los cenáculos académicos le fueron esquivos y se lo perdieron. La gran enseñanza de Sebreli fue pensar contra el sentido común imperante y sin que le fuera algún interés personal en hacerlo. No fue el representante de una corporación intentando desviar la atención de los suyos, sino un lobo solitario a la pesca de sus propias presas. Hoy que está de moda el insulto, la diatriba, la difamación, la descalificación y hasta el más fino mal gusto como forma de la comunicación y la relación política hay que advertir que a estas armas se las usa por un interés determinado. No son espontáneas, sino dirigidas a pescar en la confusión de las redes. Llevar agua al molino propio sin más. En cambio Sebreli repartía sus mandobles en la búsqueda de verdades por encima de la circunstancia y del rédito personal. Fue así que arremetió contra el fútbol en el país más futbolero del planeta o escribió su “Comediantes y mártires. Ensayos contra los mitos” (2008) en el que apuntó de un saque contra Maradona, Gardel, El Che y Evita. En su obra “Los deseos imaginarios del peronismo” (1983) piensa con lucidez contra el movimiento al cual había pertenecido. Tampoco dudó en enjuiciar a la iglesia en un país de raíz católica. Sus apariciones mediáticas eran siempre punzantes y no dudaba en correr contra la corriente aunque su pensamiento fuera en sentido contrario a la mayoría. Al revés, lo alentaba una lúcida soledad. En 2002, en “Crítica de las ideas políticas argentinas” escribió: “No obstante, las vueltas de la historia hicieron que Alfonsín, figura insoslayable en el establecimiento de la democracia, representara después el papel opuesto de desestabilizador de ésta, con su funesta participación en las dos circunstancias -1989 y 2002- de catástrofes económicas sin precedentes”.
El recuerdo viene a cuento de que en estos días el presidente Javier Milei arremetió contra Raúl Alfonsín, una de sus bestias negras, seguramente haciéndose eco de modo precario de comentarios como el de Sebreli. Que, por otro lado, son bastante usuales. Dijo Milei: “Y, además, también teníamos indicadores sociales que eran peores que los que había en diciembre de 2001, previa caída de la convertibilidad y el golpe de Estado impulsado por (Eduardo) Duhalde y Alfonsín, que, paradójicamente, a Alfonsín lo muestran como el padre de la democracia, siendo que fue partidario de un golpe de Estado”. Una vez más el presidente usó con imprecisión de economista a la historia para trapichear sus ideas. En temas históricos suelen ser de trazo grueso. Por eso cada vez que las esgrime enchastra a su alrededor y pierde más de lo que cosecha. Le siguieron silencios ominosos, sobre todo de los sectores que conspiraron para la caída del propio Alfonsín de la presidencia, y las previsibles reacciones indignadas, algunas con un toque de sobreactuación, del arco radical y de algunos referentes republicanos.
Quizás una de las explicaciones más serias de lo sucedido en la caída de De la Rúa, que a diferencia de lo que dice Milei no fue un golpe de estado, la da Pablo Gerchunoff. En su apasionante libro “Raúl Alfonsín. El planisferio invertido”, luego de describir el papel del peronismo y los intendentes del conurbado bonaerense en aquellos días negros, se pregunta: “¿Participaron dirigente territoriales radicales que se oponían a De la Rúa? Seguramente también, en una medida imprecisa. Había un entramado que unía a Duhalde con esos dirigentes radicales a los que se ha llamado ácidamente ‘embajadores en el imperio peronista’. En 1991, los legisladores alfonsinistas habían respaldado la creación del Fondo de Reparación Histórica para el Conurbano Bonaerense impulsado por Duhalde. El flamante gobernador agradeció entonces el apoyo y lo retribuyó nombrando dirigentes radicales en los organismos de control, en el directorio del Banco Provincia y en el Mercado Central. Fue una telaraña sorprendentemente resistente -como suelen ser resistentes las telarañas- en la que se tejieron intereses comunes y amistades. Pero desde la constatación de la existencia de esa telaraña a la afirmación de que Alfonsín alentó de alguna manera los saqueos y la violencia que llevaron a la renuncia de De la Rúa hay un salto lógico que siempre exasperó a Alfonsín. ¿No había querido él salvar a la Unión Cívica Radical contra la miopía de De la Rúa, y de paso, por cierto salvar su lugar en la política, amenazada por la propia crisis? Todo lo que hizo Alfonsín fue reunirse el 28 de diciembre con Duhalde y Remes Lenicov; él acompañado por Sourrouille para acordar una solución a la crisis ya caótica. Ese día escuchó a Remes Lenicov y -aconsejado por su antiguo ministro- le prometió su apoyo”. Como se verá una visión fundamentada y ponderada de lo sucedido.
Los hechos relatados por Gerchunoff varios años después de la muerte de Alfonsín y la visión de Sebreli, escrita en vida del ex presidente, parecerían justificar los dichos de Milei. Error grave. El equívoco deviene de que ambos autores escribieron esas visiones y episodios, pero a la vez, sin incurrir en contradicción alguna, afirmaron en sus obras que Alfonsín es el padre de la democracia argentina. Así le dieron catadura real al personaje. No sería osado decir, con alguna perspectiva histórica, que la acción de Alfonsín le permite a Milei hoy ser presidente porque el sistema institucional del que fue mentor el líder radical ha demostrado solidez, sobreviviendo a crisis que otros diseños de la región no han soportado. Y eso no ha sido casual, sino que le debe mucho a su arquitecto mayor. Quizás esa sea la razón de que a su muerte muchos argentinos lo despidieron sinceramente emocionados en las calles, algo que no sucedió con Carlos Menem. Incluso lo homenajeó un número importante de quienes lo criticaban por ciertos aspectos de su gestión, sobre todo el económico. Fue, incluso, unánimemente reconocido al cumplir la democracia 30 años. Es decir, la realidad histórica, como le gusta a Milei que suceda con la economía, es compleja y sus matices llevan a procesos a veces difíciles de entender en el momento en que están sucediendo. Cuando pasó el tiempo, criticar a Alfonsín por su desempeño económico es razonable, acusarlo de golpista antidemocrático es absurdo y no merece ninguna réplica o explicación porque salta a la vista la falsedad. Algo similar a lo que sucede hoy con el devenir económico, cuando se pretenden achacar a la actual gestión temas como la pobreza, sin tener en cuenta sus orígenes. El tema no es menor porque Milei, al simplificar sus visiones sobre temas como éste de Alfonsín, debilita su base de sustentación que muy bien le vendría ampliar. Darse la gustada de expresar sus amores y odios, intentando sustentarlos en la historia, le resta más que le suma. Esas apologías y rechazos son respetables en un ciudadano, pero no deberían integrar el discurso del presidente de todos los argentinos. Sigue Milei carente de una visión analógica de la realidad, mientras reina en la digital a través de las redes. Quizás le falta descubrir, o a sus asesores, que no son excluyentes, sino complementarias y pueden darle muchos frutos. Hoy, cada racimo de uvas que azota con su discurso inflamado cae fulminado al piso y no sirve para nada.
Argentina viene de dos décadas “ganadas” por historiochantas que, subidos al pedestal de un relato único cultural, han reescrito la historia para llevar agua al molino propio. Tal como explica muy bien Juan Carlos Chiaramonte en su trabajo sobre el uso político de la historia. Eso es propio del populismo que requiere de un relato que enmascare sus desaguisados. Lo ha explicado con maestría también Luis Alberto Romero en sus reflexiones sobre el presente histórico de los últimos años. Ese proceso nocivo necesita hoy de una “desregulación”, al estilo de la que está haciendo Federico Sturzenegger para desarmar los privilegios corporativos, para romper las hegemonías culturales. En la historia esa operación consistiría en desarmar la operación cultural pacientemente tejida por el kirchnerismo y la izquierda durante años para, por ejemplo, demoler a figuras claves de la vida nacional como Alberdi, Sarmiento y Roca o poner en cuestión al propio San Martín. Flaco favor le hace el presidente a esa necesaria higienización cultural con debates innecesarios y endebles como éste de Alfonsín. O cuando dice que hace cien años la Argentina era la principal potencia económica del globo. Ni don Raúl fue golpista ni nunca nuestro país fue el país más próspero del mundo. Ningún historiador serio de la economía argentina, del recientemente fallecido Roberto Cortes Conde a Gerchunoff sostiene semejante enormidad. Son dos fantasías producto de la mirada simplificada de la que hoy el país tiene sed de salir. Así como tiene necesidad de despegar de los desastres económicos que el presidente Milei denuncia a diario, como vivir con déficit fiscal permanente sin atender a las consecuencias inflacionarias. Pero un país no es sólo la economía. Su cultura y su educación son claves y deben desarrollarse en sintonía con el desarrollo económico. Ya fueron demasiados años de relatos infames y ridículos para militar diciéndoles a muchos ciudadanos lo que querían escuchar, aunque fuera falso, para moldearles las mentes. Eso en parte fue lo que con imprecisión también se llama “adoctrinamiento”, que tanto preocupa el presidente. Así como hay visiones más sofisticadas de la economía, que Milei reclama permanentemente reivindicando su profesión de economista, hay visiones más sofisticadas de la historia que deben luchar a diario contra los relatos populistas llenos de falsedades y simplificaciones. Los historiochantas son a la historia lo que los econochantas a la economía. Y que quede claro, no pueden entrar en estas categorías sólo los que piensan distinto, ellas se nutren de los que usan esas disciplinas complejas para hacer uso político y sacar ventajitas. Milei dice estar en lucha contra los econochantas. Es de esperar que triunfe. Ojalá recalcule sus posiciones historiográficas. Los historiochantas ya han tergiversado la historia a destajo. Esto invita a no fantasear con que la Argentina fue el país más rico del mundo o que Alfonsín fue un golpista. Hay tareas más importantes que hacer y para eso se necesita una base de sustentación más amplia y sofisticada. Algo de lo que los populismos prescinden y desprecian y que los verdaderos liberales tienen al frente de sus preocupaciones.
publicado en Mendoza Post, 3/11/2024
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