La Argentina es un país de contrastes. Como sus pares de América Latina, exhibe una dualidad regional: una, integrada al mundo; y otra, subordinada. Su desdoblamiento, mirado en perspectiva de larga duración, ha sido dinámico. A saber, quienes terminaron siendo ricos fueron en su momento pobres, y viceversa. Las regiones prósperas del noroeste y Cuyo tributarias del centro minero del Potosí quedaron aisladas una vez extraviado ese destino por las guerras emancipatorias. Durante el medio siglo ulterior, se sostuvieron por su comercio residual con Bolivia y Chile.
El vacío y marginal Litoral hasta fines del siglo XVIII, en cambio, prosiguió la tendencia insinuada a fines del siglo XVIII produciendo algunos insumos pecuarios demandados por la Revolución Industrial británica. Demolido hasta el último vestigio del centralismo virreinal con sede en Buenos Aires en 1820, se convirtió en una nueva provincia rodeada de una campaña estrecha que, con solo expandirse algunos cientos de kilómetros, podía sustituir a las pioneras ganaderías del devastado Litoral. Ya hacia mediados del siglo XIX el cuero, el sebo, el tasajo y la lana porteños superaron con creces a los montos de exportación de la plata altoperuana. Por entonces, la industrialización europea diversificó sus requerimientos merced a la revolución en las comunicaciones del barco a vapor y los trenes, requiriendo cantidades crecientes de alimentos ricos en hidratos de carbono y proteínas.
En ese contexto, se fundó en torno a Buenos Aires un esbozo de Estado nacional que recién hacia 1860 adquirió su nombre definitivo: República Argentina. Aunque era solo una expresión de deseos: con menos de dos millones de habitantes y fronteras virtuales, ese país solo habría de ser viable merced a la afluencia de capitales y de gente; ambas aun abundantes en una Europa que proseguía su sendero industrializador. Diez años más tarde, la tarea jurídico-administrativa estaba concluida con la capitalización de la ciudad porteña y las campañas contra los malones. Desde entonces, el país creció como pocos en el mundo durante los siguientes cuarenta años. Y las “dos Argentinas” del siglo XIX tendieron a aproximarse por la escasa población y sucesivos complejos agroindustriales instalados en el interior.
La debilidad demográfica fue compensada por contingentes transoceánicos masivos atraídos por la confirmación de un viejo rasgo sociocultural: trabajo, salarios elevados y posibilidades de progreso excepcionales. Fue el cimiento de nuestras emblemáticas clases medias. Pero ya desde los albores del siglo XX el mundo industrial insinuaba cambios cuya estructuralidad recién habría de confirmarse luego de la segunda posguerra: conforme su desarrollo se consolidaba, la demanda de hidratos de carbono abundantes en las zonas templadas se reducía en favor de las proteínas.
Los fundamentos materiales de nuestro “milagro” comenzaron entonces a desmoronarse; aunque la polvareda internacional de entreguerras impidió comprender su irrevocabilidad. No obstante, el impacto de la depresión de los años 30 motivó una adecuación de la arquitectura socioeconómica facilitada por el saldo virtuoso de las cuatro décadas anteriores. Los desocupados urbanos y rurales hallaron un refugio salvador en una industria espontánea dedicada a producir bienes cruciales que nuestro balance comercial no nos habilitaba a comprar en el exterior. Aunque no exento de un desconcierto angustiante contrastante con la euforia de los años 20. Esta se restableció durante los cuatro años de la segunda posguerra en virtud de la burbuja de precios siderales de nuestras commodities alimentarias para una Europa destruida.
Parecía que, al cabo, todo había resultado una pesadilla más larga que la esperada; y que retornábamos a nuestro sendero pródigo. Perfeccionado, además, por la mayor autonomía que ahora nos brindaban las nuevas industrias livianas trabajo-intensivas y del igualitarismo reforzado de la homogénea ciudadanía social peronista. La “normalización” traía además un premio: el de una probable nueva conflagración mundial entre los Estados Unidos y la URSS cuyo principal escenario volvería a ser Europa, forzada a seguir demandando alimentos a precios como aquellos entre 1945 y 1948. Solo restaba afianzar nuestra soberanía económica prosiguiendo la industrialización que nos preservara de las previsibles escaseces del nuevo conflicto.
Pero las cosas resultaron distintas: la mentada tercera guerra no ocurrió, la nuevas industrias demandaban ingentes cantidades de divisas que nuestro estancado y descapitalizado campo no ofrecía. Y la ciudadanía social perfilada durante aquellos años, corroborada con salarios nominales desenganchados respecto de la productividad, encendió la inflación. Hubo que detener la dinámica manufacturera y apostar a la urgente recapitalización de un sector agropecuario del que, no obstante, tampoco se podía aguardar un nuevo prodigio. Urgía imaginar una reestructuración económica acorde con la nueva realidad mundial y local solo procesable por la política. Pero la deslegitimación recíproca entre sus expresiones lo tornó imposible.
Así y todo, el país sorteó la parálisis. Alternó etapas favorables a las exportaciones tradicionales con otras al mercado interno pivoteado por viejas y nuevas industrias a las que se aspiró a extrovertir para aliviar los costos fiscales de la puja. Pero desde sectores políticos, intelectuales y académicos se construyó el infeliz imaginario de los “dos modelos de país” en pugna. Las deslegitimaciones políticas y sectoriales se retroalimentaban espejadas hasta derivar en la guerra civil larvada de los años 70.
Por entonces, la bancarrota estatal insinuaba el comienzo de su desagregación estructural extendiéndola a sus sectores protegidos. La crisis industrial comenzó ya en los 60 en las economías regionales reagravando la desigualdad geográfica y arrojando un flujo irrefrenable de migrantes internos que se refugiaron en los grandes conurbanos, sobre todo el de la Capital. La antigua meca del progreso se convirtió, al decir de Pablo Gerchunoff, del “hotel de inmigrantes internos” en un campo de refugiados. Las “dos Argentinas” dejaron de ser la estribación pendiente de una puja distributiva entre el campo y la ciudad y devino en una tragedia sociocultural.
La reestructuración tampoco resultó un desempate victorioso en favor de los mejor adaptados a una demanda mundial que hasta los 2000 siguió siendo exigua. Cuando China y los países del Asia-Pacífico se confirmaron como nuevas potencias, reaparecieron renovadas posibilidades para el viejo y el nuevo agro, las industrias exportadoras merced a la integración en el Mercosur y las nuevas materias primas mineras. Se apostó, entonces, a un nuevo ciclo largo de bonanza; pero fue solo un espejismo. Sus ilusiones, como a fines de los 40, se disiparon tras la crisis mundial de 2008. Mientras tanto, una elite política de cleptócratas se lanzó a expropiar sus excedentes para administrar una pobreza endémica. Luego de casi una década y media de estancamiento, alcanza casi a la mitad de la población. Las “dos Argentinas” ya no son una discusión distributiva ni regional, sino una realidad sociocultural mucho más compleja y de resolución incógnita.
publicado en La Nación, 8/7/2024
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