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El gran acuerdo sobre la universidad que hay detrás de la trifulca: ni Milei ni las izquierdas quieren mejorar

Marcos Novaro

 En respuesta a las críticas públicas que recibieron por su resistencia a aceptar auditorías externas, los rectores universitarios han sacado a colación que ya los audita la CONEAU, la Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria. Es una respuesta autoindulgente y engañosa. Porque la historia de esa comisión es reveladora más bien de cómo la corporación universitaria se protege, evita miradas críticas sobre su funcionamiento, y tiende a la reproducción esclerótica.

La creación de la CONEAU fue una buena iniciativa de tiempos de Menem, impulsada por tecnócratas bien intencionados que desde el Ministerio de Educación promovían una modernización de nuestro sistema universitario que fuera compatible con el régimen de autonomía imperante. Su idea fue crear una instancia técnica también autónoma, bien preparada, que evaluara el funcionamiento de las universidades y administrara incentivos para que ellas se vieran obligadas a reformarse, mejorar su oferta académica y sus planes de investigación, atando el otorgamiento de fondos a la calidad “certificada” de sus programas.

El “escollo” de la autonomía universitaria

Ese equipo técnico tenía que superar el “escollo” de la autonomía universitaria: es decir, no podía depender del propio Ministerio de Educación, pero tampoco tenía que estar sometido al arbitrio de las autoridades universitarias, porque entonces no tendría el poder de forzarlas a mejorar, y todo seguiría dependiendo de su disposición a “autorreformarse”, que se estaba viendo era escasa, o directamente nula.

 La clave estaba entonces en darle representación en la CONEAU a los rectores, pero concentrar la autoridad y las decisiones en un equipo técnico, que administraría el presupuesto, elaboraría las evaluaciones, eligiendo los criterios a aplicar, los casos que se considerarían, en suma, gobernaría la institución. ¿Qué fue lo que sucedió? Que en la reunión inaugural de la CONEAU, la representación corporativa se impuso sobre la autonomía técnica. Los representantes de las universidades dieron una suerte de golpe de estado, se apropiaron de todas las atribuciones, y del presupuesto, fijándose incluso sueldos siderales a sí mismos, y digitaron desde entonces lo que se podía evaluar y lo que no, con el muy conservador criterio de que “entre bueyes no haya cornadas”, evitando así que cualquier universidad se sintiera “perseguida”: todas podrían seguir disfrutando del presupuesto público sin problemas, ni exigencias.

La CONEAU desde entonces agregó un renglón más a las obligaciones de financiar el sistema universitario con impuestos, sin mayor ganancia en términos de la calidad del sistema, de rendición de cuentas por resultados, incentivos presupuestarios a la innovación, ni nada de lo que se había propuesto el proyecto original. Y durante décadas se ha dedicado a emitir certificados de indulgencia, con los que las autoridades universitarias se legitiman a sí mismas. ¿Cómo van a querer ellas que algo de esto cambie? Solo quieren que les den más plata, y aceptarán en todo caso que se creen más universidades, con el mismo criterio que los registros de la propiedad del automotor: para que solo se quieran quejar de ellos los partidos que no tengan algunos para repartir entre su gente. Y claro, también se quejará la gente común, que los padece y los paga, pero eso no cuenta.

Como sea, la CONEAU sigue siendo uno de los recursos con los que los representantes máximos de este sistema corporativo, los rectores, se legitiman ante la sociedad: dicen, “no hace falta que nos auditen, ya lo hacemos nosotros mismos, y nos da que hacemos magníficamente nuestro trabajo”. ¿Es tan cierto que “hacen bien su trabajo”?

¿Un sistema igualador?

Para justificarlo, suelen apelar al número de estudiantes que hay en sus registros. Que efectivamente ha crecido mucho con los años, y es mucho mayor que en otros países similares a la Argentina. El problema es que eligen un dato falaz y engañoso: hay muchos alumnos porque anotarse en una carrera universitaria es aquí lo más fácil del mundo, no hay que pagar nada ni dar ningún examen, pero muchos no logran mantener una mínima regularidad en sus estudios, y tenemos muy pocos graduados. Nuestro porcentaje de fracaso universitario es de los más altos del planeta, los registros de alumnos esconden que miles y miles no siguen estudiando después de los primeros bochazos, o simplemente abandonan por la falta de estímulo que significan carreras muy largas, programas anticuados, falta de adecuación a las posibilidades del mercado de trabajo, docentes desmotivados que desmotivan, sistemas administrativos ineficientes y colapsados, etc.

También se suele destacar desde las izquierdas, la peronista, la radical o la trotskista, que la universidad pública gratuita es un sistema igualador, porque permite que accedan a estudios superiores hijos de familias pobres, o al menos jóvenes de padres no universitarios. Pero sucede con este dato lo mismo que con el anterior: son los estudiantes de nivel social más bajo los que más sufren el fracaso en las aulas, y no terminan sus estudios. Aparecen en los registros, sirven para aparentar que el sistema iguala condiciones, pero no se gradúan. En verdad, una alta y creciente proporción de los que se gradúan en las universidades públicas viene de escuelas primarias y secundarias privadas, y cada vez más, de escuelas bastante caras. Lo que no debe asombrarnos: son los que están en condiciones de soportar los cinco, seis o más años que muchas veces duran las carreras que eligieron, dedicados al estudio y sin tener que trabajar al mismo tiempo; son también los mejor preparados para afrontar las exigencias académicas, que están por encima de las capacidades que asegura la mayoría de las escuelas secundarias públicas, donde en verdad hace más falta que el Estado invierta para igualar condiciones. Así como están las cosas, mientras tanto, lo que el Estado invierte en las universidades, en gran medida sirve para que se ahorre unos pesos la clase media acomodada.

El problema, claro, no termina ahí, y es cierto también que la política que impulsa el gobierno de Milei puede terminar empeorándolo, en vez de resolverlo.

Guerra cultural y pata fiscal

Porque en vez de adoptar un enfoque reformista, como el que se aplicó en este terreno durante los años noventa, tal vez aprendiendo de los errores que impidieron que entonces se lograran mejores resultados, a la gestión en curso parece que la reforma de la educación superior no le interesa en lo más mínimo, solo le importa el costado fiscal del asunto: ahorrarse unos mangos también ella, para contribuir al equilibrio fiscal. Y de paso dar con ventaja una batalla de la guerra cultural en curso contra las izquierdas, alentando una condena ideológica, generalizada y descalificadora de todo lo que hace el sistema universitario.

Ataque que resulta, en última instancia, muy funcional a su defensa corporativa, “de izquierda”, pero de una izquierda muy conservadora.

Milei ha hablado reiteradas veces en estos días del adoctrinamiento que se practica en la educación pública y sobre todo en la terciaria. Los defensores del sistema lo desmienten, diciendo que rige allí la libertad de cátedra, que sus universidades han dado y siguen dando graduados de todas las orientaciones políticas, que por más que se adoctrine “en algún caso particular” los estudiantes no necesariamente repiten lo que escuchan, en suma, una cantidad de argumentos disculpatorios que, aunque en sí mismos puedan tener algún asidero, no desmienten lo fundamental: que impera una ideología política fácil de identificar en el mundo universitario, que ella se ha vuelto cada vez más cerrada y extendida, y que tiende a reproducir el sistema vigente. Lo que se demuestra, y basta con eso, precisamente en su incapacidad para pensar y debatir su propio funcionamiento, y temas tan básicos como las tensiones entre la autonomía y el ajuste a las demandas y necesidades de la sociedad, el arancelamiento, los exámenes de ingreso, las evaluaciones externas y la atención a estándares internacionales, los desafíos de la modernización, etc. etc.

Existe, además, cada vez más adoctrinamiento ideológico, porque proliferan los ámbitos universitarios donde quien no sea kirchnerista, peronista o de izquierda, no entra, no puede dar clase, queda excluido de las bibliografías, no va a ganar jamás un subsidio de investigación, una beca o un concurso docente. Pero dejemos eso de momento de lado: es más grave y más evidente, y la misma marcha convocada para “defender la universidad” lo demuestra, que nuestras universidades públicas no son proclives a pensar o discutir lo que ellas hacen, cómo funcionan, pues impera allí “su defensa”, que significa, en esencia, el simple y contundente mandato de reproducirlas como “corporación”.

Lo que se agrava porque a Milei y su gobierno que esto sea así no le resulta un problema, sino una solución: él no busca que los docentes liberales tengan iguales posibilidades allí que sus pares de otras orientaciones, que los textos de Von Mises o Hayek se lean más, o que los estudiantes y jóvenes graduados que apoyan al oficialismo, contra lo que propone el vicerrector de la UBA Emiliano Yacobitti, puedan hacer allí sus carreras académicas sin problemas; le interesa más bien destacar que eso es imposible, e incluso volverlo aún más imposible, para que se confirme su tesis principal en todo este asunto, que el Estado no debería tener universidades, ninguna, ni buena ni mala, porque es mejor dejar ese campo, como casi todos los demás, librado a la iniciativa privada.

Con esa lógica, lo único importante de este conflicto para el presidente es que se gaste menos, lo menos posible, no que se gaste mejor. No le interesa tampoco, por tanto, distinguir entre facultades que gastan bien y otras que gastan mal, en la UBA o en cualquier otra casa de estudios; lo único que busca es la reducción de gastos más generalizada y brutal.

Necesita, claro, que primero se deslegitime ese gasto, se generalice la idea de que ahí se está tirando la plata. Para lo cual que aparezcan evidencias de que en algunos casos sucede lo contrario, y el dinero público está muy bien invertido, es incluso contraproducente, así que mejor no dar oportunidad para que salga a la luz evidencia ninguna al respecto. Y mejor también que proliferen, en cambio, las defensas corporativas e ideológicas: el contrincante que Milei necesita es el típico representante progre de una corporación ineficiente y parasitaria, el que en su propio discurso se autoinculpa, hablando en lenguaje inclusivo, denunciando el neoliberalismo y abogando por un Estado lo más fuerte y oneroso posible, para que ahogue la competencia, la iniciativa privada y el mérito.

Si es con una bandera de izquierdas detrás, tocando el bombo e interrumpiendo el tránsito, mejor todavía.

publicado en TN, 23/4/2024

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