Llegué a Chile en 1968, y como por mi condición de funcionario internacional gozaba de inmunidad diplomática me quedé hasta 1992, sin sobresaltos. Su capital, Santiago, era una ciudad provinciana: a eso de las 22 ya todo dormía, y durante el día sus habitantes, siempre muy respetuosos, hablaban bajo, con actitudes próximas a la sumisión. La política por su parte gozaba de una estabilidad que no conocía golpes de Estado, lo que influyó en que muchas agencias de Naciones Unidas tuvieran su sede regional en ese país. Otra particularidad de esa sociedad es la de haber permitido la llegada al poder (en 1970 y mediante un acto electoral) de la Unidad Popular, alianza de socialistas, comunistas y algunos radicales. En ese entonces Chile exhibía muy bajo nivel económico, porque carecía de una industria importante; y sus pequeños recursos provenían de las concesiones a capitales extranjeros para explotar las minas de cobre. Los chilenos de entonces “envidiaban” de buenas maneras, el desarrollo económico y cultural de nuestro país.
Pero a partir de los años 70 los sucesos políticos (y sus consecuencias económicas) comienzan a presentar un panorama muy diferente. En Chile un golpe de Estado termina con el gobierno democrático de Salvador Allende, y a consecuencia del mismo asume un militar de poca formación cultural y política, carente de ideas en cuanto a qué hacer para resolver el atraso económico del país, así como el cultural de la mayoría de su población. Sin embargo, el general Pinochet tuvo la buena idea de entregar el manejo de la economía a grupos de profesionales que tienen claro qué debe hacerse con el aparato productivo y la modernización de las relaciones sociales, lo que hace posible una dinámica que convierte a Chile en un ejemplo de transformación económica y cultural. Políticas que, al ser continuadas cuando se recupera la democracia, tanto por los gobiernos Demócrata Cristiano de Patricio Aylwin y Eduardo Frei Ruiz-Tagle, así como por los socialistas de Ricardo Lagos y Michelle Bachelet, hacen de Chile un ejemplo de desarrollo y modernización.
Argentina en cambio, recorre un camino diferente. Por un lado, en los mismos años 70 cobran fuerzas las acciones de grupos radicalizados que proponen una patria socialista; grupos a los que Perón expulsó de la Plaza por imberbes. Pero la muerte del general y la orden de Isabelita de combatirlos, dando lugar a una represión feroz y brutal, violatoria de todo vestigio de derechos humanos, generan, junto a un legítimo rechazo a esas salvajes represiones, un aliento a vagas ideas progresistas subyacentes en la forma de pensar, y expresarse, de una intelectualidad argentina con acceso a los medios de comunicación. Ideas que favorecen un modelo económico y social centrado en el Estado, junto al rechazo de un modelo de desarrollo motorizado por el capital privado, nacional y extranjero, único actor capaz de crear una riqueza legítima que, bien distribuida, hace posible una verdadera justicia social. Estrategia económica que, por otra parte, fue propuesta por el general Perón en su Congreso sobre la Productividad allá por 1952.
Pero el efecto no buscado de esas ideas progresistas es el de influir, años después, en la llegada al poder de un gobierno populista y corrupto, el kirchnerismo. Suceso político que, si bien consigue su primera llegada al gobierno por el rechazo a la postulación de Menem en una segunda vuelta electoral, fue reiteradamente apoyado en sucesivos actos electorales con fuerte caudal de votos. Suceso que está por detrás de nuestro estancamiento económico y vergonzosos niveles de pobreza. Sucesos que pueden aproximarse a lo que Carlos Nino llama “anomia boba” en su libro Un país al margen de la ley. Libro que Nino comienza con un viejo chiste que relata la supuesta respuesta de Dios a la observación de un ángel que le señala los excesos de beneficios que está otorgando a la Argentina. Respuesta que fue tan rápida como aclaratoria: “No te preocupes, que compensaré esa munificencia poblando a esa tierra con argentinos”.
publicado en Perfil, 20/9/2025
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