Muchos de los temas que debatimos (¿debatimos?) en nuestro país son siempre los mismos porque no se solucionan, y, como todo problema no resuelto, se torna cada vez más complejo dado que el entramado de actores e intereses en juego aumenta y lo hacen invulnerable.
A raíz del conflicto actual por el presupuesto universitario, me remonté al análisis del sector contenido en una nota que publiqué en este mismo diario en febrero de 1999. La reseña de problemas que en ella hice persisten, pero agravados en términos cuantitativos y cualitativos.
En ese momento terminábamos una etapa en la cual el ministerio nacional había liderado reformas importantes en el sistema en los siguientes aspectos: aumento del presupuesto en más del 60 %; creación de un sistema de evaluación externa y acreditación de todas las universidades, estatales y privadas; creación de un fondo específico que el ministerio asignaba a través de concursos públicos a proyectos de mejoramiento de la enseñanza y del equipamiento de laboratorios y bibliotecas de las diferentes carreras de las universidades estatales.
Se financió la formación de posgrado de sus docentes en el país y en el exterior. Se creó un programa nacional para la mejora del salario de los docentes investigadores en forma de incentivo, con la intención de marcar rumbo en la política salarial dentro del sistema.
Se fortaleció el sistema de becas para estudiantes meritorios y de escasos recursos y se instaló la primera red telemática, en ese momento la más importante del país, que conectaba a todas las universidades entre sí y a Internet.
Se comenzaron a acordar y aplicar estándares para aquellas carreras que ponen en riesgo la salud y la seguridad pública, iniciando con medicina e ingenierías. Y muy importante, se transfirió a las universidades la negociación salarial de sus plantas. Todo ello en el marco de una nueva la Ley de Educación Superior.
A finales de los 90 quedaban pendientes las mismas reformas que siguen en carpeta:
Revisar el concepto de autonomía imperante en el sector, que no puede ser absoluto sino entendido como una autonomía responsable, y que no se puede seguir vinculándolo, como en el pasado, con la lucha por el control ideológico de las universidades.
Más aún, sería oportuno verificar, dentro de algunas universidades, la vigencia de un pensamiento político único, que contradice los valores básicos de toda universidad y distorsiona el sentido mismo de la autonomía que se proclama.
Es necesario limitar carreras excedentarias y cerrar, cuando corresponda, ofertas que el tiempo tornó caducas y sin matricula, e incorporar otras con nuevos perfiles docentes.
Volver a incorporar sistemas de ingreso que prioricen el mérito, acompañado de políticas de equidad que pongan a todos los aspirantes en igualdad de condiciones para aprovechar las oportunidades de estudiar en la universidad.
Pensar en un sistema de financiamiento más equitativo, que permita complementar el presupuesto público con aranceles y un sistema de créditos para quienes pueden pagar, y gratuidad para quienes carecen de recursos económicos.
Modificar la política salarial docente mejorando los salarios y promoviendo una mayor dedicación a la función y una carrera docente basada en concursos públicos. La gratuidad absoluta de nuestro sistema se hace también a costa de la profesión docente, cuyos bajos salarios la han convertido en un voluntariado que termina siendo muy costoso para todos.
Cambiar el modelo de gestión. No todos los problemas que tenemos tienen que ver con los recursos económicos. Gran parte de ellos son decisiones que deben tomarse dentro de las mismas universidades. Pero, tal como está organizado su gobierno, para concretarlas se necesita el voto de quienes pueden quedar afectados por ellas, sean docentes o alumnos. La propia situación de mando del rector depende de quienes votan en un espacio politizado y de relaciones cara a cara, donde no faltan aprietes de todo tipo.
En una reunión con un funcionario del sistema, alguien con humor dijo: “somos una corporación más fuerte que la iglesia católica”. Es que el entramado de relaciones y cargos en el sistema universitario, incluyendo a la CONEAU, (es decir a su órgano de evaluación externa), lo ha convertido en una fuerte corporación donde sus autoridades suelen desempeñarse en cualquiera de ellas, como si se tratara de una empresa global, y sus debilidades y defectos son disimulados de manera cooperativa.
Es hora de debatir un nuevo modelo de gobernanza universitaria, aprendiendo de la experiencia internacional. Las decisiones sobre concursos, oferta de carreras, sistema de acceso, gestión del presupuesto, entre otras, debieran responder a pautas acordadas a nivel del sistema universitario y de las autoridades gubernamentales, para garantizar racionalidad y transparencia y lograr que se relacionen con las necesidades e intereses de la sociedad y el desarrollo científico y tecnológico del país.
En países con sistemas universitarios de calidad los gobiernos centrales a través de agencias específicas (Inglaterra) o de áreas de gobierno (Francia, Japón y varios más) participan de esas decisiones preservando la autonomía académica de las casas de altos estudios y su autogestión. Como en otros aspectos importantes de la gestión pública, es hora de que dejemos de mentirnos y prioricemos el bien común para dar solución a los viejos problemas que todos conocemos muy bien.
publicado en Clarín, 17/9/2025
Recogemos los comentarios, críticos o favorables, que amplíen los conceptos y/o contribuyan a una discusión respetuosa. El CPA se reserva el derecho de no publicar aquellos que no satisfagan estas condiciones.
Todos los domingos de 14 a 15
por Radio Ciudad, AM 1110
Todos los domingos de 12 a 14
por Radio Ciudad, AM 1110
¿Una victoria pírrica del kirchnerismo?
Alejandro Poli Gonzalvo
La Nación, 26/9/2025
leer artículoPetróleo, gas y minería: entre Noruega y Nigeria
Luis Rappoport
Clarín, 25/9/2025
leer artículo